Estructura Interna
Tipo
de Cuento: Es un cuento literario del genero de Terror
Narrador:
esta narrado en primera persona ya que el protagonista es el narrador, sin
embargo tambien se introduce el narrador epistolar ya que esta escrito en forma
de carta.
Trama:
cerrada.
Ambiente
Moral:
El narrador solo cuenta como fue su
infancia , como se sentía, etc
Personajes:
El
heroe o protagonista: (El narrador, ya que el cuento se
encuentra en primera persona)
El
antagonista: El narrador, pues en este caso es
el villano.
Tiempo:El
tiempo externo es desconocido porque no el autor no da datos.
No espero ni pido
que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir.
Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia.
Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera
aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto,
simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las
consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por
fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido
horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante,
tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares
comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la
mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una
vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia
me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba
mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis
compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían
tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me
sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de
mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una
de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado
cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles
la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el
generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de
aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del
hombre.
Me casé joven y
tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi
gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más
agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso
perro, conejos, un monito y un gato.Este último era un animal de notable tamaño
y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a
su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía
con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son
brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo
menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Argumento.
El protagonista era
un hombre tierno, bondadoso y cariñoso y que amaba a los animales. Su esposa
compartía estos sentimientos y tenían por eso perros, pájaros, conejos y hasta
un mono; y también un gato negro que era el preferido del protagonista
Pero el demonio de
la intemperancia fue cambiando sus sentimientos, y empezó a ser cada vez más
irritable y empezó a emborracharse con frecuencia. Una noche que llegaba
borracho a la casa, se encontró con el gato y su mal humor lo hizo agarrarlo
del cuello, como el gato lo mordió, sacó una cortaplumas y le arrancó un ojo.
Descripciones:
Posopografia:
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y
de una sagacidad asombrosa.
La ternura que
abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla
para mis compañeros
Me casé joven y
tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias
Plutón -tal era el
nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le
daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir
que anduviera tras de mí en la calle.
Una noche en que
volvía a casa completamente embriagado
Etopeya
Se paseaba, como de
costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al
verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme
agraviado por la evidente antipatía de un animal.
Retrato
Este último era un
animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad
asombrosa.
Cronografía
Una noche en que
volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la
ciudad,
Cuando la razón
retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía
nocturna
Dialogo:
Por mi parte,
pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo
contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por
qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba.
Me sentí entonces
más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo
semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir
tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!
No me equivocaba en
mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego
de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa
posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original.
Después de
procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía
del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado.
Concluida la tarea, me sentí seguro de que
todo estaba bien.
-Caballeros -dije,
por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado
sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de
paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo
de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras).
Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se
marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Critica Literaria
En lo personal creo
que este cuento es de los mas complejos que puede llegar a tener Allan Poe,
pues te hace sentir un cierto sentimiento de intriga, al saber que es lo que
pasara con el gato o incluso con su esposa, en general el cuento es bueno, ya
que contiene un climax y en cierto momento puedes llegar a pensar en que tendrá
solución muy rápido , creo ue tiene una sucesión de eventos demasiados
repetitivos sin embargo esto hace que el lector se valla creando una imagen por
asi decirlo clara y precisa del ambiente de acuerdo a la acción realizada en el
momento preciso, esto en lo particular hace que tu como lector te vayas involucrando
en la historia y pues creo que el autor asi va cumpliendo un objetivo y esto es lo que hace atractiva a una
historia.
Análisis Literario de la Estructura Externa
Plantamiento:
Mañana voy a morir
y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de
manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios
domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han
torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para
mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más
adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a
lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos
excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente
describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales. Desde la
infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que
abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla
para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me
permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo,
y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este
rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se
convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez
han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me
moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que
recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega
directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad
y la frágil fidelidad del hombre.
·
El protagonista relata que al día
siguiente va a morir asi expresa las
causas de su condena, que es todo lo siguiente. Relata como en su infancia
sentía gran afecto por los animales y su humanidad. Se casa y convive en su
hogar con multitud de animales. Su mascota favorita es un gato llamado Pluto,
con el tiempo el protagonista cambia de carácter convirtiéndose en una persona
más irritable y malhumorada, sufriendo por el propio animal las consecuencias.
Clímax:
Una noche en que
volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la
ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero,
asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se
apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la
raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que
diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando
del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre
animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me
abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad .Cuando la razón
retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía
nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al
alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los
recuerdos de lo sucedido.
·
En un momento el protagonista está
borracho y pierde los nervios sacándole un ojo al animal. A continuación las
cosas vuelven a lo anterior, el protagonista sigue igual de amargado pero
aumenta más con la irritación y los impulsos que le produce el gato. Así una
mañana le ahorca en un árbol del jardín con gran sentimiento de culpabilidad.
Esa misma noche se produce un incendio en su casa destruyendo sus escasos
bienes. Toda la casa queda derruida excepto una pared en la que aparece la
figura de un gato. Al protagonista le viene un sentimiento de terror que
disminuye con un razonamiento lógico que no consigue dejarle la conciencia
tranquila. En el tiempo posterior, el protagonista no deja de sufrir el
remordimiento por lo que hizo, y echa de menos la presencia del animal. Un día
encuentra a un gato parecido a Pluto que tiene una mancha blanca en el pelo, y
que le sigue convirtiéndose en un miembro más de la familia.
·
Al día siguiente el gato aparece
tuerto y empieza a seguir y acosar al protagonista. Este empieza a sentir
antipatía por la nueva mascota y a sentirse agobiado porque le sigue por
doquier. Su odio y repulsa crece enormemente al descubrir que la mancha blanca
del gato se había hecho más nítida y mostraba la imagen de un patíbulo.
·
Un día el protagonista baja al
sótano y el gato le sigue por la escalera, con lo que casi provoca un
accidente. Esto le lleva a coger el hacha e intentar matarlo, pero su mujer se
lo impide y el protagonista loco de rabia asesina a su propia mujer. A
continuación esconde el cadáver en una de las paredes del sótano y busca al
gato, pero este no aparece y el protagonista a pesar de su reciente asesinato
se siente por fin aliviado.
Desenlace:
Mi paso siguiente
consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me
había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí,
su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado
por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras
no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el
maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho.
No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la
casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso
del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo
y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre
libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería
a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción
me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me
costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero,
naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía
asegurada.
Al cuarto día del
asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una
nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable,
no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en
su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o
cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo.
Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia.
Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho
y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente
satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado
grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra
como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije,
por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado
sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de
paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo
de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras).
Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se
marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces,
arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que
llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba
el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me
proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco
de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido,
sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego
creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido,
anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror,
mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta
de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que
pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la
pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó
paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la
pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de
sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su
cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada
la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz
delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
·
Días después del asesinato de su
mujer un grupo de policías va a investigar la casa del protagonista. No
encuentran nada y el protagonista lleno de júbilo comete el error de insistir
en que la casa es de buena construcción, con lo que no se da cuenta y golpea
con el bastón el trozo de pared donde yacía su mujer. Al hacer esto suena un
grito espantoso y los policías derriban el trozo de pared descubriendo el cadáver
de la desaparecida y al gato posado sobre su cabeza.
El Gato Negro
Edgar Allan Poe
No espero ni pido
que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir.
Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia.
Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera
aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto,
simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las
consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por
fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido
horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante,
tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares
comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la
mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una
vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia
me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi
corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis
compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían
tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me
sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de
mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una
de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado
cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles
la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el
generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de
aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del
hombre.
Me casé joven y
tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi
gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más
agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso
perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un
animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad
asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no
poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que
todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo
creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el
nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le
daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir
que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad
duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi
temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.
Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e
indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar
descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis
favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo
los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo,
conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que
hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o
movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se
agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el
mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir
las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que
volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la
ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero,
asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se
apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la
raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que
diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando
del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre
animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me
abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón
retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía
nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al
alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los
recuerdos de lo sucedido.
El gato,
entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo
presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se
paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía
aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para
sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me
había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la
irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el
espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y,
sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad
es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades
primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del
hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que
cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía
cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta
descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye
la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó,
como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de
vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal
mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había
infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un
lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras
las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el
corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba
seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía
que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma
hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita
misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel
mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:
"¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la
casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración
mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se
perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la
debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi
criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar
ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las
ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era
un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra
el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a
salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una
densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían
examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras
"¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al
aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve,
aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez
verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta
aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el
asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que
había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma
del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien
debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana
abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la
caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido
recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del
cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta
forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño
episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos
meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi
espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento.
Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros
que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que
pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que,
borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi
atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había
estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la
presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano.
Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a
éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo,
mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le
cubría casi todo el pecho.
Al sentirse
acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi
mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el
animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al
tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había
visto antes ni sabía nada de él.
Continué
acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció
dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez
para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de
inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte,
pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo
contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por
qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el
sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio.
Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi
crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve
de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy
gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su
detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda,
contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo
traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia
fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije,
poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido
mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato
por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con
una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me
sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome
sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando
con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para
poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un
solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero
sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era
precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible
definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en
esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror,
el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más
insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había
llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he
hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que
yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había
parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan
imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como
fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía
y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme;
representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del
patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía
y de la muerte!
Me sentí entonces
más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo
semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir
tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día,
aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a
hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa
en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era
posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de
tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los
malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más
perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta
convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera
humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y
paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que
me abandonaba.
Cierto día, para
cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde
nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la
empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó
hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores
que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera
matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi
mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia
más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin
un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este
espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de
ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como
de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos
proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y
quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano.
Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en
un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de
cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el
mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice
que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se
adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y
estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la
atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la
saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de
manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar
los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como
antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en
mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego
de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa
posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original.
Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se
distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado.
Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no
mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor
fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí,
por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente
consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me
había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí,
su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal,
alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer
mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el
maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho.
No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la
casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso
del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo
y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre
libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería
a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción
me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me
costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero,
naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía
asegurada.
Al cuarto día del
asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una
nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable,
no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en
su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o
cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo.
Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia.
Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho
y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente
satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado
grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra
como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije,
por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado
sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de
paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo
de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras).
Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se
marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces,
arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que
llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba
el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me
proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco
de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido,
sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego
creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido,
anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror,
mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta
de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que
pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la
pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó
paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la
pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de
sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su
cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada
la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz
delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe
(Boston, Estados Unidos, 19 de enero de 1809 – Baltimore, Estados Unidos, 7 de
octubre de 1849) fue un escritor, poeta, crítico y periodista romántico1
estadounidense, generalmente reconocido como uno de los maestros universales
del relato corto, del cual fue uno de los primeros practicantes en su país. Fue
renovador de la novela gótica, recordado especialmente por sus cuentos de
terror. Considerado el inventor del relato detectivesco, contribuyó asimismo con
varias obras al género emergente de la ciencia-ficción.2 Por otra parte, fue el
primer escritor estadounidense de renombre que intentó hacer de la escritura su
modus vivendi, lo que tuvo para él lamentables consecuencias.
Fue bautizado como
Edgar Poe en Boston, Massachusetts, y sus padres murieron cuando era niño. Fue
recogido por un matrimonio adinerado de Richmond, Virginia, Frances y John
Allan, aunque nunca fue adoptado oficialmente. Pasó un curso académico en la
Universidad de Virginia y posteriormente se enroló, también por breve tiempo,
en el ejército. Sus relaciones con los Allan se rompieron en esa época, debido
a las continuas desavenencias con su padrastro, quien a menudo desoyó sus
peticiones de ayuda y acabó desheredándolo. Su carrera literaria se inició con
un libro de poemas, Tamerlane and Other Poems (1827).
Por motivos
económicos, pronto dirigió sus esfuerzos a la prosa, escribiendo relatos y
crítica literaria para algunos periódicos de la época; llegó a adquirir cierta
notoriedad por su estilo cáustico y elegante. Debido a su trabajo, vivió en
varias ciudades: Baltimore, Filadelfia y Nueva York. En Baltimore, en 1835,
contrajo matrimonio con su prima Virginia Clemm, que contaba a la sazón trece
años de edad. En enero de 1845, publicó un poema que le haría célebre: "El
cuervo". Su mujer murió de tuberculosis dos años más tarde. El gran sueño
del escritor, editar su propio periódico (que iba a llamarse The Stylus), nunca
se cumplió.
Murió el 7 de
octubre de 1849, en la ciudad de Baltimore, cuando contaba apenas cuarenta años
de edad. La causa exacta de su muerte nunca fue aclarada. Se atribuyó al
alcohol, a congestión cerebral, cólera, drogas, fallo cardíaco, rabia,
suicidio, tuberculosis y otras causas.
La figura del
escritor, tanto como su obra, marcó profundamente la literatura de su país y
puede decirse que de todo el mundo. Ejerció gran influencia en la literatura
simbolista francesa6 y, a través de ésta, en el surrealismo, pero su impronta
llega mucho más lejos: son deudores suyos toda la literatura de fantasmas
victoriana y, en mayor o menor medida, autores tan dispares e importantes como
Charles Baudelaire, Fedor Dostoyevski,7 8 9 William Faulkner,10 Franz Kafka,9
H. P. Lovecraft, Ambrose Bierce, Guy de Maupassant, Thomas Mann,11 Jorge Luis
Borges, Clemente Palma, Julio Cortázar, etc. El poeta nicaragüense Rubén Darío
le dedicó un ensayo en su libro Los raros.
Poe hizo
incursiones asimismo en campos tan heterogéneos como la cosmología, la
criptografía y el mesmerismo. Su trabajo ha sido asimilado por la cultura
popular a través de la literatura, la música, tanto moderna como clásica, el
cine (por ejemplo, las muchas adaptaciones de sus relatos realizadas por el
director estadounidense Roger Corman), el cómic, la pintura (varias obras de
Gustave Doré, v. gr.) y la televisión (cientos de adaptaciones, como las
españolas para la serie Historias para no dormir). (Vid. Repercusión de Edgar
Allan Poe).
Según Kevin J.
Hayes, editor de The Cambridge Companion to Edgar Allan Poe [Guía de Cambridge
para Edgar Allan Poe, la diversidad artística de aquellos que cayeron bajo el
hechizo de Poe indica el alcance de su influencia. Los mejores artistas
utilizaron las imaginativas obras de Poe como base para sus teorías estéticas.En pocas palabras, los escritos de Poe han promovido la generación
artística y estética de una gran variedad de disciplinas creativas
Según la
Enciclopedia Británica: Su agudo y sólido juicio como comentarista de la
literatura contemporánea, la virtud musical y el idealismo de su poesía, la
fuerza dramática de sus cuentos, dotes que se le reconocieron ya en vida, le
aseguran un puesto destacado entre los hombres de letras más universalmente
reconocidos
Análisis Literario de la Estructura Externa
Plantamiento:
Mañana voy a morir
y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de
manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios
domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han
torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para
mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más
adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a
lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos
excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente
describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales. Desde la
infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que
abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla
para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me
permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo,
y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este
rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se
convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez
han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me
moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que
recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega
directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad
y la frágil fidelidad del hombre.
·
El protagonista relata que al día
siguiente va a morir asi expresa las
causas de su condena, que es todo lo siguiente. Relata como en su infancia
sentía gran afecto por los animales y su humanidad. Se casa y convive en su
hogar con multitud de animales. Su mascota favorita es un gato llamado Pluto,
con el tiempo el protagonista cambia de carácter convirtiéndose en una persona
más irritable y malhumorada, sufriendo por el propio animal las consecuencias.
Clímax:
Una noche en que
volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la
ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero,
asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se
apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la
raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que
diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando
del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre
animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me
abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad .Cuando la razón
retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía
nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al
alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los
recuerdos de lo sucedido.
·
En un momento el protagonista está
borracho y pierde los nervios sacándole un ojo al animal. A continuación las
cosas vuelven a lo anterior, el protagonista sigue igual de amargado pero
aumenta más con la irritación y los impulsos que le produce el gato. Así una
mañana le ahorca en un árbol del jardín con gran sentimiento de culpabilidad.
Esa misma noche se produce un incendio en su casa destruyendo sus escasos
bienes. Toda la casa queda derruida excepto una pared en la que aparece la
figura de un gato. Al protagonista le viene un sentimiento de terror que
disminuye con un razonamiento lógico que no consigue dejarle la conciencia
tranquila. En el tiempo posterior, el protagonista no deja de sufrir el
remordimiento por lo que hizo, y echa de menos la presencia del animal. Un día
encuentra a un gato parecido a Pluto que tiene una mancha blanca en el pelo, y
que le sigue convirtiéndose en un miembro más de la familia.
·
Al día siguiente el gato aparece
tuerto y empieza a seguir y acosar al protagonista. Este empieza a sentir
antipatía por la nueva mascota y a sentirse agobiado porque le sigue por
doquier. Su odio y repulsa crece enormemente al descubrir que la mancha blanca
del gato se había hecho más nítida y mostraba la imagen de un patíbulo.
·
Un día el protagonista baja al
sótano y el gato le sigue por la escalera, con lo que casi provoca un
accidente. Esto le lleva a coger el hacha e intentar matarlo, pero su mujer se
lo impide y el protagonista loco de rabia asesina a su propia mujer. A
continuación esconde el cadáver en una de las paredes del sótano y busca al
gato, pero este no aparece y el protagonista a pesar de su reciente asesinato
se siente por fin aliviado.
Desenlace:
Mi paso siguiente
consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me
había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí,
su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado
por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras
no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el
maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho.
No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la
casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso
del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo
y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre
libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería
a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción
me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me
costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero,
naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía
asegurada.
Al cuarto día del
asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una
nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable,
no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en
su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o
cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo.
Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia.
Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho
y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente
satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado
grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra
como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije,
por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado
sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de
paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo
de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras).
Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se
marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces,
arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que
llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba
el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me
proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco
de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido,
sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego
creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido,
anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror,
mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta
de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que
pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la
pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó
paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la
pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de
sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su
cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada
la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz
delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
·
Días después del asesinato de su
mujer un grupo de policías va a investigar la casa del protagonista. No
encuentran nada y el protagonista lleno de júbilo comete el error de insistir
en que la casa es de buena construcción, con lo que no se da cuenta y golpea
con el bastón el trozo de pared donde yacía su mujer. Al hacer esto suena un
grito espantoso y los policías derriban el trozo de pared descubriendo el cadáver
de la desaparecida y al gato posado sobre su cabeza.
El Gato Negro
Edgar Allan Poe
No espero ni pido
que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir.
Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia.
Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera
aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto,
simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las
consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por
fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido
horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante,
tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares
comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la
mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una
vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia
me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi
corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis
compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían
tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me
sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de
mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una
de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado
cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles
la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el
generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de
aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del
hombre.
Me casé joven y
tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi
gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más
agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso
perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un
animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad
asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no
poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que
todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo
creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el
nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le
daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir
que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad
duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi
temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.
Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e
indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar
descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis
favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo
los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo,
conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que
hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o
movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se
agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el
mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir
las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que
volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la
ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero,
asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se
apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la
raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que
diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando
del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre
animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me
abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón
retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía
nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al
alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los
recuerdos de lo sucedido.
El gato,
entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo
presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se
paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía
aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para
sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me
había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la
irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el
espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y,
sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad
es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades
primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del
hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que
cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía
cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta
descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye
la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó,
como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de
vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal
mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había
infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un
lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras
las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el
corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba
seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía
que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma
hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita
misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel
mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:
"¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la
casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración
mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se
perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la
debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi
criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar
ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las
ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era
un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra
el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a
salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una
densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían
examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras
"¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al
aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve,
aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez
verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta
aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el
asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que
había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma
del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien
debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana
abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la
caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido
recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del
cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta
forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño
episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos
meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi
espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento.
Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros
que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que
pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que,
borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi
atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había
estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la
presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano.
Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a
éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo,
mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le
cubría casi todo el pecho.
Al sentirse
acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi
mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el
animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al
tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había
visto antes ni sabía nada de él.
Continué
acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció
dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez
para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de
inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte,
pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo
contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por
qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el
sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio.
Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi
crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve
de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy
gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su
detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda,
contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo
traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia
fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije,
poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido
mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato
por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con
una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me
sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome
sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando
con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para
poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un
solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero
sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era
precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible
definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en
esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror,
el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más
insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había
llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he
hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que
yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había
parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan
imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como
fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía
y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme;
representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del
patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía
y de la muerte!
Me sentí entonces
más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo
semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir
tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día,
aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a
hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa
en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era
posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de
tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los
malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más
perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta
convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera
humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y
paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que
me abandonaba.
Cierto día, para
cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde
nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la
empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó
hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores
que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera
matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi
mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia
más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin
un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este
espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de
ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como
de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos
proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y
quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano.
Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en
un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de
cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el
mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice
que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se
adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y
estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la
atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la
saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de
manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar
los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como
antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en
mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego
de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa
posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original.
Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se
distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado.
Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no
mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor
fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí,
por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente
consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me
había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí,
su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal,
alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer
mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el
maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho.
No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la
casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso
del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo
y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre
libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería
a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción
me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me
costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero,
naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía
asegurada.
Al cuarto día del
asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una
nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable,
no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en
su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o
cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo.
Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia.
Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho
y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente
satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado
grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra
como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije,
por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado
sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de
paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo
de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras).
Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se
marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces,
arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que
llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba
el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me
proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco
de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido,
sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego
creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido,
anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror,
mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta
de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que
pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la
pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó
paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la
pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de
sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su
cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada
la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz
delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe
(Boston, Estados Unidos, 19 de enero de 1809 – Baltimore, Estados Unidos, 7 de
octubre de 1849) fue un escritor, poeta, crítico y periodista romántico1
estadounidense, generalmente reconocido como uno de los maestros universales
del relato corto, del cual fue uno de los primeros practicantes en su país. Fue
renovador de la novela gótica, recordado especialmente por sus cuentos de
terror. Considerado el inventor del relato detectivesco, contribuyó asimismo con
varias obras al género emergente de la ciencia-ficción.2 Por otra parte, fue el
primer escritor estadounidense de renombre que intentó hacer de la escritura su
modus vivendi, lo que tuvo para él lamentables consecuencias.
Fue bautizado como
Edgar Poe en Boston, Massachusetts, y sus padres murieron cuando era niño. Fue
recogido por un matrimonio adinerado de Richmond, Virginia, Frances y John
Allan, aunque nunca fue adoptado oficialmente. Pasó un curso académico en la
Universidad de Virginia y posteriormente se enroló, también por breve tiempo,
en el ejército. Sus relaciones con los Allan se rompieron en esa época, debido
a las continuas desavenencias con su padrastro, quien a menudo desoyó sus
peticiones de ayuda y acabó desheredándolo. Su carrera literaria se inició con
un libro de poemas, Tamerlane and Other Poems (1827).
Por motivos
económicos, pronto dirigió sus esfuerzos a la prosa, escribiendo relatos y
crítica literaria para algunos periódicos de la época; llegó a adquirir cierta
notoriedad por su estilo cáustico y elegante. Debido a su trabajo, vivió en
varias ciudades: Baltimore, Filadelfia y Nueva York. En Baltimore, en 1835,
contrajo matrimonio con su prima Virginia Clemm, que contaba a la sazón trece
años de edad. En enero de 1845, publicó un poema que le haría célebre: "El
cuervo". Su mujer murió de tuberculosis dos años más tarde. El gran sueño
del escritor, editar su propio periódico (que iba a llamarse The Stylus), nunca
se cumplió.
Murió el 7 de
octubre de 1849, en la ciudad de Baltimore, cuando contaba apenas cuarenta años
de edad. La causa exacta de su muerte nunca fue aclarada. Se atribuyó al
alcohol, a congestión cerebral, cólera, drogas, fallo cardíaco, rabia,
suicidio, tuberculosis y otras causas.
La figura del
escritor, tanto como su obra, marcó profundamente la literatura de su país y
puede decirse que de todo el mundo. Ejerció gran influencia en la literatura
simbolista francesa6 y, a través de ésta, en el surrealismo, pero su impronta
llega mucho más lejos: son deudores suyos toda la literatura de fantasmas
victoriana y, en mayor o menor medida, autores tan dispares e importantes como
Charles Baudelaire, Fedor Dostoyevski,7 8 9 William Faulkner,10 Franz Kafka,9
H. P. Lovecraft, Ambrose Bierce, Guy de Maupassant, Thomas Mann,11 Jorge Luis
Borges, Clemente Palma, Julio Cortázar, etc. El poeta nicaragüense Rubén Darío
le dedicó un ensayo en su libro Los raros.
Poe hizo
incursiones asimismo en campos tan heterogéneos como la cosmología, la
criptografía y el mesmerismo. Su trabajo ha sido asimilado por la cultura
popular a través de la literatura, la música, tanto moderna como clásica, el
cine (por ejemplo, las muchas adaptaciones de sus relatos realizadas por el
director estadounidense Roger Corman), el cómic, la pintura (varias obras de
Gustave Doré, v. gr.) y la televisión (cientos de adaptaciones, como las
españolas para la serie Historias para no dormir). (Vid. Repercusión de Edgar
Allan Poe).
Según Kevin J.
Hayes, editor de The Cambridge Companion to Edgar Allan Poe [Guía de Cambridge
para Edgar Allan Poe, la diversidad artística de aquellos que cayeron bajo el
hechizo de Poe indica el alcance de su influencia. Los mejores artistas
utilizaron las imaginativas obras de Poe como base para sus teorías estéticas.En pocas palabras, los escritos de Poe han promovido la generación
artística y estética de una gran variedad de disciplinas creativas
Según la
Enciclopedia Británica: Su agudo y sólido juicio como comentarista de la
literatura contemporánea, la virtud musical y el idealismo de su poesía, la
fuerza dramática de sus cuentos, dotes que se le reconocieron ya en vida, le
aseguran un puesto destacado entre los hombres de letras más universalmente
reconocidos
Muy bueno tu análisis. Me ayudo muucho. Gracias ;)
ResponderEliminarComparto con vosotros un audiolibro de El gato negro, de Edgar Allan Poe.
ResponderEliminarEspero que os sirva de ayuda, especialmente a todos aquellos que tengan dificultades para leer.
https://audiolibrosencastellano.com/cuento/audiolibro-completo-gato-negro-edgar-allan-poe-1843
Un saludo :)